Nunca fui demasiado bueno para conectar cabeza

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relato erotico

Ierónimus debería escribirse con «h», como hieros gamos.

Nunca fui demasiado bueno para conectar cabeza, corazón y sexo. Nunca se me dieron bien las despedidas.

Algunos recuerdos de la vida pasaban por mi mente como nubes, que se desplazan demasiado rápido en un cielo sin un azul demasiado luminoso. Y sin embargo entre los recuerdos desempolvados de tiempo se aparece, omnipresente y maravillosa, aquella vez que no siendo más que un hombre llegué a tocar el firmamento, aunque solo con la punta de los dedos, de la lengua, en un sístole que empujaba a mi polla, aún no muy despierta a lucir como un guerrero haciendo honor a sus armas.

No sería yo más que un chaval cuando un verano, sin pensarlo demasiado empezó a correr por mis manos la vida. Recuerdo que la primera vez que me acerqué, en un soplo a la luna, fue una noche sin luna.

El romanticismo ha sido siempre algo que me partía el pecho, no tenía palabras para describirlo, no tenía colores con los que rellenar esas figuras sin cuerpo que pasaban por mi mente en momentos de calentura. Sin embargo una noche, no una noche cualquiera, sino esa noche, me inscribí en el libro de los caballeros de un plumazo de vida en estado puro, a través del sexo, del seso, del amor y de la muerte momentánea y sagrada que es el orgasmo. Esa sensación que eleva, que deja tiritando el alrededor de límites difusos mientras se vuela, de las propias manos a las de la vida misma.

Le conocí en un torreón renacentista en obras de reconstrucción, en pleno centro de Salamanca. Llevaba viendo esos andamios en la plaza de Anaya ya unos meses, pensando siempre en escapar cualquier noche y colarme de estrangis para ver la ciudad a vista de pájaro. Tampoco he sido de esos hombres que pierden la cabeza por un impulso, pero en un pulso con el destino a veces la razón no puede. Y esta historia al final habla de esos avatares que nos llevan a ser más universo y menos neurona.

Esa noche me encontraba especialmente nervioso, tal vez la luna llena o tal vez el puro latir, que me decía que la vida se precipitaba a un ocaso en el que la luz que habría de alumbrarme, surgía de mí o no nacía de ningún otro lugar. Subí esos andamios mirando al suelo, mareándome un poco entre el vacío bajo mis pasos y la adrenalina golpeándome las sienes y el pecho. Esa estructura metálica tenía un mensaje, una memoria histórica, como un exoesqueleto que envolvía esa construcción de estilo renacentista de la facultad de letras de la Universidad de Salamanca. Mientras subía me planteaba qué me empujaba a cometer esa locura. Fui bordeando lentamente la cúpula hasta llegar al punto más alto del andamio, al ras de la aguja metálica que coronaba el techado de forma circular. En la última vuelta del andamio mi corazón casi se sale del pecho al ver una silueta, expirando una gran bocanada de humo, sentada en el mismo sitio al cual yo estaba intentando acceder. Me vio por el rabillo del ojo y a él también le sobresaltó mi presencia en un lugar tan poco habitual. Ambos nos miramos como dos gatos asustados que se cruzan en medio de una carretera transitada, pasaron unos segundos antes de que me girara decidido a abandonar el lugar cuando su voz llegó a mis oídos:

    Ey! No te vayas… me dijo. – Yo también me he colado… ¿Fumas?

    Emmm… sí suelo fumar.

    ¿Quieres uno?…

Me senté allí, viendo la ciudad desde arriba, hecha como de cartón piedra, mientras compartía cigarrillo con ese desconocido al que, casualmente, se le había ocurrido la misma locura que a mí aquella noche.

Nos presentamos, hablamos durante horas y fumamos juntos como si nos conociéramos de toda la vida. Poco a poco las estrellas fueron girando sobre nuestras cabezas y sin darnos cuenta fuimos acercándonos, fruto de la familiaridad recién desarrollada o del frio que, con el alba, empezaba a arreciar. Sin darme apenas cuenta ese desconocido de ojos negros como la noche me sonreía, haciéndome sentir algo especial o al menos algo que no reconocían mis sentidos. La primera vez que nos besamos, sentí que el universo entero a pedazos iba pasando a través de mis labios, por todo mi cuerpo, inundándome de una energía misteriosa, oscura y mágica. Tirité unos minutos en sus brazos como un niño asustado, mientras un par de supernovas llenaban mi pecho y recorrían mis venas hasta mi polla erecta, como un asta universal apretándome contra el pantalón.

Sus manos sobre mi cuerpo me recordaron lo que era estar vivo, más vivo de lo que había estado hasta entonces. Me tumbé a su lado y lo recorrí con mis manos como el Tormes recorre la meseta castellana, árida y medieval, mientras íbamos despojándonos de las ropas de mortales que vestíamos aquella noche. Su boca por mi cuerpo, recorriendo cada poro, mojándome de ambrosía y licor de Dioses, dejó mi boca para posarse en mi cuello y descender, como calor de infierno por mi pecho, hacia el vientre, poco a poco sus mordiscos y besos fueron despertando un monstruo que no sabía que habitaba en mí, ancestral y arcaico. Cuando se introdujo mi polla en la boca, a punto de explotar de placer gemí como deben sonar las nubes cuando nacen, al calor del sol sobre la superficie de un estanque, hasta ese momento en calma, vibré dentro de su cuerpo como deben cantar las estrellas un paso antes de morir, bailé entre sus piernas, como deben bailar las ballenas al canto sonoro y lento de sus cuerdas vocales. Penetrarlo fue como extasiar de dicha los campos de cereal amarillos y yermos de lluvia antes del otoño. Con cada empeñón de amor, lo bendecía y lo malograba a un tiempo, era como otorgarnos la vida a golpes y a la vez ir comiéndonosla a besos. En una noche sin luna, a treinta metros por encima del suelo, con vista de ierónimus volé, sin a penas despegarme del suelo.

No recuerdo su nombre, pero recuerdo su pelo. No recuerdo la noche concreta del año, nunca fui fetichista de almanaques, pero recuerdo aún su sabor, su tacto en mis dedos. No recuerdo qué hacía allí, ni cómo me decía que había llegado a esas alturas del cielo, pero recuerdo un vuelo sin nombre, a hurtadillas, mientras me sumergía en su cuerpo, mientras hundía en sus entrañas mi espada, sin duelos, dándonos la vida en un par de gestos. Recuerdo su olor, eso no se me olvida, en el momento justo de llenar con mi semen su cuerpo, de rebautizarlo entero, de corrernos como Dioses que en un orgasmo, cuasi universal llenan de estrellas el firmamento. No recuerdo su altura, ni recuerdo como sonaban sus huesos al golpear contra suelo, lo que sí recuerdo es que en un instante sublime, en una noche sin luna, casi sin quererlo, levanté, por primera vez el vuelo.

Nunca lo volví a ver, no nos despedimos sino a besos.

Pero de ser un semidiós, cualquier noche, en unas manos, si me acuerdo.

Cristian G.

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